lunes, 20 de enero de 2014

Quiero que cada vez que fumes un cigarro pienses en mí. 
Primer carnaval

El hombre es uno y ninguno.
Carga desde hace años con su rostro pegado al cráneo y su sombra cosida a los pues, y todavía no ha logrado comprender cual de las dos cosas pesa más. A veces experimenta el impulso irrefrenable de despegárselos, colgarlos en un clavo y quedarse allí, sentado en el suelo, como una marioneta a la cual una mano piadosa ha cortado los hilos.
Otras veces el cansancio lo borra todo y le impide darse cuenta de que lo único razonable es abandonarse en  una carrera desenfrenada por el camino de la locura. A su alrededor no hay más que continuo acoso de rostros, sombras y voces, personas que ni siquiera se plantean preguntas y aceptan pasivamente una vida sin respuestas pese al hastío o el dolor del viaje, y que se conforman con enviar alguna postal estúpida de vez en cuando.
Hay música donde él se encuentra ahora, hay cuerpos en movimiento, bocas que sonríen, palabras que se intercambian, y él está entre ellos, uno más para satisfacer la curiosidad de quienes verán cómo día tras día también esta fotografía se destiñe.
El hombre se apoya contra la columna y piensa que son todos inútiles.
Frente a él, al otro lado del salón, sentadas la una junto a la otra a una mesa cercana a una gran ventada que da al jardín, hay dos personas, un hombre y una mujer.
A la luz difusa, ella es sutil y dulce como la melancolía; tiene el cabello negro y los ojos verdes, tan luminosos y grandes que se ven claramente pese a la distancia. El joven no tiene ojos más que para ella y si belleza, y le habla al oído, para hacerse oír pese al estrépito de música. Se cogen de la mano; ella ríe de las palabras de su compañero, echando la cabeza hacia atrás y escondiendo la cara en el hueco del hombro de él.
Hace un instante ella se ha vuelvo, acaso alcanzada de algún modo por la fijeza de la mirada del hombre apoyado contra la columna, buscando el origen de su ligera incomodidad. Los ojos de ambos se han cruzado, pero los de ella han pasado, indiferentes, sobre su cara, como sobre el resto del mundo que la rodea. Y ha regalado otra vez el milagro de esos ojos al hombre que la acompaña y que le corresponde con la misma mirada, impermeable a todo mensaje externo de la presencia de su amada.
Son jóvenes, hermosos, felices. 
El hombre apoyado en la columna piensa que pronto morirán. 


Fragmento de Yo Mato, por Giorgio Galetti.